Todo el mundo lo sabe; y si no, lo dice la leyenda: los abogados de España son
de origen valenciano y fue por Valencia por donde penetró el primer abogado que
hubo en la península.
En aquellos tiempos de Mari-Castaña, España era el
Cielo; todavía es un rinconcito de él o, al menos, lo parece. En las cercanías
de Valencia, que entonces empezaba a ser un mísero caserío de! pescadores y
hortelanos, estaba el Trono del Altísimo, con toda su corte de santos y de
mártires. Y la puerta principal del cielo se encontraba, como saben hasta, los
chicos de la escuela, en la mismísima playa de la Malva-Rosa.
Allí moraba San
Pedro. Cargaba constantemente con un buen manojo de enormísimas llaves y estaba
rodeado a todas horas de una turba de arcángeles, armados de espantamoscas, para
ahuyentar a la pillería de la huerta que, al menor descuido, se colaba
lindamente en el cielo a robar naranjas, uvas o membrillos.
Y allí fue donde
un buen día, o mejor un día aciago se presentó el primer abogado que iba a haber
en España, raíz de toda la clase - a la cual «malas lenguas» llaman
plaga origen de los pleitos y las guerras - de hijos de la
Jurisprudencia, a quienes, según el dicho de un escritor clásico, «es menester
pagarlos porque hablen y porque callen».
Este primer abogado, como es lógico,
quería entrar en el cielo; pero llegaba con sus barruntos de que le iban a
cerrar el paso. De todos modos, no ignorando que el Señor lo sabía todo; no
quiso mentir. Dijo, pues a San Pedro, cuando el santo le preguntó quién era y
que quería:
- Soy un abogado. Pretendo entrar en el cielo. No creo que se me
niegue, porque yo he sido en vida un santo varón; el Señor lo sabe.
- ¿Un
abogado? -preguntó San Pedro.
- Sí.
- Nunca hubo aquí ninguno.
- Bien;
pues yo abriré la serie. Porque, detrás de mí, llegarán otros.
- De todos
modos has de esperarte. He de consultar al Señor. Es de rigor, siempre que llega
alguna clase nueva a las puertas del cielo.
- Está muy bien.
Esperaré.
Partió San Pedro. El abogado se quedó esperando al otro lado de la
gran puerta de hierro -la conversación habíase desarrollado a través de los
barrotes de la mirilla- que sólo se habría para dejar paso a los
bienaventurados.
Llegó el celestial portero junto al trono del Altísimo, y
dijo, con reverencia:
- ¡Señor! Ahí hay un abogado que quiere entrar. Dice ha
sido en la vida un santo varón.
- ¿Un abogado?
- Sí, Señor.
- ¡Ah no!
Si entra en el cielo un abogado, traerá la discordia y se armará aquí otra
guerra de Troya. Dile que no puede ser, que no le dejo entrar.
- Está bien,
Señor.
Ya se iba a marchar San Pedro; pero, el Señor, en su misericordia
infinita, no quiso que el abogado quedara eternamente a las puertas del
cielo.
- ¡Pedro!
Volvióse el santo:
- ¿Qué me mandáis, Señor?
-
Escucha. Dile a ese abogado que no puede entrar en el cielo; pero, a fin de que
no pase frío, hambre ni sed, le permito quedarse en la portería contigo.
Acondiciónalo tú allí como puedas.
El santo obedeció. Instaló al abogado con
él en la portería, prohibiéndole acercarse a la mirilla, para evitar su
intromisión en los asuntos de los que llegaban hasta ella.
Naturalmente el
interesado no se conformó con aquella decisión del Señor, pero, como buen
abogado, se guardó mucho de demostrar desagrado. Se quedó, pues, al lado de San
Pedro, seguro de encontrar, sin tardar mucho, ocasión de llegar junto al
Altísimo e instalarse a sus anchas en el mejor sitio del cielo.
Aquella misma
noche, en efecto, cuando San Pedro "dió de mano" al trabajo y cerró la mirilla
de la puerta, volviendo a su cuchitril, el abogado le preguntó:
- ¿Y tú que
haces aquí?
- ¿Yo? -repuso el santo-. Ya lo ves; soy portero.
-
¿Portero?
- Sí.
- Pero... ¡bueno! ¿Serás portero a perpetuidad,
inamovible? ¿Has ganado la plaza por oposición?
- ¡Bah! -respondió San Pedro
con énfasis-. ¡soy portero y basta! El portero del cielo, como todo el mundo
sabe.
- ¡Ta, ta! opuso el bogado, con sonrisa irónica-. ¡Eso no quiere decir
nada! Si no disfrutas la plaza por oposición, el día menos pensado, cuando al
Señor le de la gana, te puede dejar cesante y ponerte de patitas en la
calle.
- ¿Eh?
- Eso que te he dicho. ¡De patitas en la calle! Y no te
sería fácil encontrar nuevo empleo, en vista de la carga de años que tienes: Yo
que tú obligaría al Señor a que me declarara inamovible. ¿Oyes bien?
I-na-mo-vi-ble, ¿eh?... y de este modo no te podría quitar nadie la plaza, y el
día de mañana tendrías tu buen retiro.
El santo murmuró algo entre dientes,
miró fijamente al abogado y guardó silencio. Mas, luego, mientras éste cenaba en
la portería, San Pedro se marchó cielo adentro. El abogado le miró con el
rabillo del ojo y sonrió.
Llegó San Pedro ante el trono del Altísimo y dijo
humildemente:
- ¡Señor! Vengo a pediros una gracia.
- ¿Una gracia?...
¡Habla! Ya sabes cuanto te quiero; te la concederé de buen grado, si es cosa
razonable.
- Lo más razonable del mundo, Señor -siguió diciendo el jefe del
Colegio apostólico-. Se trata solamente de que me reconozcas el derecho a
desempeñar la plaza de portero a perpetuidad. Hasta ahora, nunca me habéis
hablado de ello. Y así, yo tengo mi empleo en el aire... El día menos pensado,
podéis...
Pero el Señor le atajó en seguida, extendiendo la diestra, al
tiempo que decía:
- ¡No sigas, Pedro, no sigas! ¡Lo comprendo todo!... ¡Esto
es cosa del abogado! ¿No te dije yo que nos metería aquí la discordia y la
guerra?... Pero, bueno, ve y dile que pase, que venga a mi lado; siempre será
mejor tenerlo bajo mi gobierno, que dejarlo allá, a su albedrío. Acabaría por
enredarnos a todos en el cielo...
Y así fue como entró en España - el cielo,
no lo olvidéis - el primer abogado, según la leyenda valenciana.