Desde su infancia se le había inculcado el perfecto conocimiento de Dios, y aun
mientras no fue sino un chiquillo, varios santos, así como ciertas mujeres de
vida santa que habitaban en la ciudad libre donde él nació, se habían asombrado
por la grave prudencia y sabiduría de sus respuestas.
Y cuando sus padres le
entregaron la túnica y el anillo de la virilidad, los besó y, abandonándolos,
recorrió el mundo porque quería hablar de Dios a toda la tierra. Porque he aquí
que por aquel tiempo había muchos en el mundo que no conocían a Dios o bien
tenían de Él un conocimiento incompleto o adoraban a los falsos dioses que
habitaban los bosques sin preocuparse de sus adoradores.
Y, poniéndose cara
al sol, emprendió el viaje, caminando sin sandalias, como había visto caminar a
los santos, llevando colgadas de su cinturón una bolsa de cuero y una botella de
arcilla cocida llena de agua.
Y mientras andaba a lo largo del camino le
embargaba ese gozo que nace del perfecto conocimiento de Dios y le cantaba
alabanzas sin cesar. Y al cabo de algún tiempo llegó a un país extraño en el que
había muchas ciudades.
Y atravesó once ciudades. Y algunas de ellas se
hallaban en los valles, y otras en las orillas de grandes ríos, y otras en lo
alto de las colinas. Y en cada ciudad encontró un discípulo que le amó y le
siguió, y de cada ciudad le siguió también una gran multitud, y el conocimiento
de Dios se extendió sobre toda la tierra, y muchos de sus gobernantes se
convirtieron, y los sacerdotes de los templos en que había ídolos vieron como se
perdía la mitad de sus ganancias y que cuando a mediodía golpeaban sus tambores
nadie o muy pocos acudían con pavos reales y con ofrendas de carne, como había
sido costumbre en aquella tierra antes de su llegada.
Sin embargo, cuanta más
gente le seguía y mayor era el número de sus discípulos, más aumentaba su
aflicción. E ignoraba por qué era tan grande su pesar, ya que, en verdad,
hablaba siempre de Dios y de la plenitud del perfecto conocimiento de Dios, que
Dios mismo le había dado.
Y, una noche, al salir de la undécima ciudad, que
era una de Armenia, seguido por sus discípulos y una gran multitud, subió a una
montaña y sus discípulos le rodearon y la multitud se arrodilló en el
valle.
Y he aquí que hundió la cabeza en sus manos y lloró y dijo a su
alma:
- ¿Por qué estoy tan afligido y siento tanto temor, y por qué cada uno
de mis discípulos es como un enemigo que camina a plena luz?
Y su alma le
contestó diciendo:
- Dios te ha llenado del perfecto conocimiento de Él mismo
y tú has dado este conocimiento a los demás. Has dividido la perla de gran
valor, y la túnica sin costura la has cortado por en medio. El que difunde la
sabiduría se roba a sí mismo. Es como el que da un tesoro a un ladrón. ¿No es
Dios más sabio que tú? ¿Quién eres tú para revelar el secreto que Dios te ha
confiado? En tiempos fui rica, y me has empobrecido. En tiempo vi a Dios, y
ahora lo has ocultado a mi vista.
Y volvió a llorar, porque sabía que su alma
le decía la verdad, y que había entregado a los demás el perfecto conocimiento
de Dios, y que ahora él era como aquel que se agarra a un saliente, y que su fe
le iba abandonando en relación al número de los que crecían en él.
Y se
dijo:
«No volveré a hablar de Dios. El que difunde la sabiduría se roba a sí
mismo.»
Y unas horas más tarde, sus discípulos se le acercaron e,
inclinándose hasta el suelo, dijeron:
- Maestro, háblanos de Dios, porque tú
posees el perfecto conocimiento de Dios, y ningún otro hombre excepto tú lo
posee.
Y él les contestó diciendo.
- Os hablaré de todas las otras cosas
que están en el cielo y en la tierra, pero no os hablaré de Dios. Ni ahora ni en
ningún momento os hablaré de Dios.
Y ellos fueron presa de la ira y le
dijeron:
- Nos has conducido al desierto para que te oyéramos. ¿Vas a
despedirnos hambrientos, así como a la gran muchedumbre que te ha seguido?
Y
él les contestó diciendo:
- No os volveré a hablar de Dios.
Y la
muchedumbre murmuró contra él, increpándole:
- Nos has conducido al desierto
y no nos has dado alimentos para comer. Háblanos de Dios y nos bastará.
Pero
no les contestó ni una sola palabra, porque sabía que si les hablaba de Dios se
desprendería de su tesoro.
Y sus discípulos se alejaron entristecidos y la
multitud regresó a sus hogares. Y muchos perdieron la vida en el camino.
Y
cuando se quedó solo se levantó y, volviéndose cara a la luna, emprendió el
viaje, y viajó durante siete lunas, sin hablar a ningún hombre y sin contestar a
ninguna pregunta. Y cuando la séptima luna se hubo desvanecido, llegó al
desierto, que es el desierto del gran río. Y, habiendo encontrado una caverna
que en tiempos ocupó un centauro, la tomó por morada, y se trenzó una estera de
juncos para acostarse, y se transformó en ermitaño. Y a cada hora el ermitaño
ensalzaba a Dios, que le había permitido conservar algún conocimiento de Él y de
su inmensa grandeza.
Pero una noche, estando el ermitaño sentado ante la
caverna que había tomado por morada, vio a un joven de rostro hermoso y perverso
pasar ante él mal vestido y con las manos vacías. Todas las noches pasaba el
joven con las manos vacías y todas las mañanas regresaba con las manos llenas de
púrpura y perlas, porque era un ladrón que desvalijaba las caravanas de
mercaderes.
Y el ermitaño le miró y le compadeció. Pero no le dijo una sola
palabra, porque sabía que aquel que habla pierde su fe.
Y una mañana, cuando
regresaba con las manos llenas de púrpura y perlas, el joven se detuvo, ceñudo,
golpeó la arena con el pie y dijo al ermitaño:
- ¿Por qué me miras siempre de
este modo cuando paso? ¿Qué es lo que veo en tus ojos? Porque hasta ahora ningún
hombre me ha mirado así. Y esto es para mí como una espina dolorosa.
Y el
ermitaño le contestó diciendo:
- Lo que ves en mis ojos es piedad. La
compasión es lo que te mira desde mis ojos.
Y el joven rió despectivo e
increpó al ermitaño diciéndole con acritud:
- Tengo púrpura y perlas en mis
manos, y tú sólo tienes una estera de juncos para acostarte. ¿Cómo puedes
compadecerme? ¿Y por qué sientes esta compasión?
- Te compadezco - explicó el
ermitaño - porque no tienes conocimiento de Dios.
- ¿Es acaso una cosa
preciosa este conocimiento de Dios? - preguntó el joven acercándose a la boca de
la caverna.
- Es mucho más precioso que toda la púrpura y las perlas del
mundo - contestó el ermitaño.
- ¿Y lo tienes tú? - dijo el ladrón acercándose
un poco más.
- En otro tiempo poseía en verdad el perfecto conocimiento de
Dios, pero, en mi locura, me desprendí de él y lo repartí con otros. No
obstante, aun ahora lo poco que me queda es para mí más precioso que la púrpura
y las perlas.
Y cuando el joven ladrón oyó esto, tiró la púrpura y las perlas
que llevaba en sus manos y, desenvainando una afilada espada de curvo acero,
dijo al ermitaño:
- Entrégame al instante ese conocimiento de Dios que tú
posees o te mataré. ¿Por qué no mataría yo al que posee un tesoro mucho mayor
que mi tesoro?
Y el ermitaño extendió los brazos, diciendo:
- ¿No sería
mucho mejor para mí llegar hasta lo más profundo de los tribunales de Dios y
ensalzarle, antes que vivir en el mundo sin su conocimiento? Mátame, si ése es
tu deseo, pero no te cederé mi conocimiento de Dios.
Y el joven ladrón cayó
de rodillas y le suplicó, pero el ermitaño no quiso hablarle de Dios ni cederle
su tesoro, y el ladrón se puso en pie y dijo al ermitaño:
- Sea como tú
quieres. Por mi parte, iré a la Ciudad de los Siete Pecados, que está sólo a
tres días de marcha de este lugar, y me darán placer a cambio de mi púrpura, y
me venderán alegría por mis perlas.
Y, recogiendo perlas y púrpura, se alejó
rápidamente.
Y el ermitaño le llamó a voces, y le siguió, y le suplicó. Por
espacio de tres días siguió al joven ladrón por los caminos, suplicándole que
volviera sobre sus pasos y no entrara en la Ciudad de los Siete Pecados.
Y de
tanto en tanto, el joven ladrón se volvía a mirar al ermitaño y le llamaba,
diciéndole:
- ¿Vas a darme ese conocimiento de Dios que es más precioso que
la púrpura y las perlas? Si me lo das no entraré en la ciudad.
Y el ermitaño
contestaba invariablemente:
- Te daré todo lo que tengo, excepto una sola
cosa. Esta cosa no me es lícito dártela.
Y al atardecer del tercer día
llegaron cerca de las grandes puertas rojas de la Ciudad de los Siete Pecados. Y
de la ciudad les llegó el eco de muchas risas.
Y el joven ladrón rió en
respuesta y trató de llamar a la puerta. Al darse cuenta, el ermitaño se
adelantó corriendo y le retuvo por los faldones de sus vestiduras,
diciéndole:
- Abre tus manos, rodea mi cuello con tus brazos y acerca tu oído
a mis labios y te diré lo que me queda del conocimiento de Dios.
Y el joven
ladrón se detuvo.
Y cuando el ermitaño le hubo dado su conocimiento de Dios,
cayó al suelo, llorando, y una gran oscuridad ocultó a su vista la ciudad y el
ladrón de tal modo que no los volvió a ver más.
Y estando allí echado y
llorando notó que Él estaba de pie a su lado; Aquel que estaba a su lado tenía
los pies de bronce y el cabello fino como la lana, y levantó al ermitaño,
diciéndole:
- Antes de ahora has tenido el perfecto conocimiento de Dios. De
ahora en adelante poseerás el perfecto amor de Dios. ¿Por qué lloras pues?
Y
le besó.